lunes, 5 de abril de 2010

Mamá sólo muere cuando quiere





Yo tenía 6 años cuando maté a mi mamá por primera vez. No quería que estuviera junto a mí en mi primer día de clase. Yo me consideraba lo suficientemente fuerte para enfrentar los desafíos que la vida me traería.
Pocas semanas después descubrí aliviado que ella aún estaba allí, lista para defenderme de los compañeros agresivos que me amenazaban, y para auxiliarme frente a las dificultades de mis primeras cuentas.

A los 14 la maté nuevamente. No la quería imponiéndome reglas o límites, ni que me impidiera vivir la plenitud de los vuelos juveniles. Pero enseguida, con la primera borrachera, felizmente la descubrí viva. Fue cuando ella no sólo me curó de la resaca, sino que también impidió la vergonzosa paliza que recibiría de mi padre.

A los 18 pensé que mataría a mi madre definitivamente. Había entrado a la facultad, me había mudado a la capital, hacía política estudiantil, actividades en que la presencia materna no cabía en ninguna hipótesis.
Ingenuo engaño: cuando me descubrí confundido sobre qué rumbo seguir, volví a la casa materna, único espacio posible de guardia y comprensión.

A los 23 años me di cuenta que la muerte materna era posible, sólo requería lentitud. Fue cuando me casé, planté bandera de independencia y seguí viaje. Pero bastó ver nacer a mi primera hija para descubrir que ese ser llamado madre se transformaría en un espécimen aún más vigoroso llamado abuela. Para quien aún no vivió la experiencia, abuela es madre en dosis doble.

A pesar de todo continué creyendo en la tesis de la muerte lenta y demorada, y de a poco me fui sintiendo más distante y autónomo, aún cuando a intervalos regulares ella reapareciese en mi vida desempeñando papeles importantes y únicos, papeles que solamente ella podría protagonizar. Pero el final de esa historia, al contrario de lo que siempre imaginé, fue ella quien la definió: cuando menos lo esperaba, ella decidió morir.

Así, sin más, ni menos, sin pedir permiso, sin hora marcada u ocasión para la despedida. Ella simplemente se fue, dejando una lección: las madres son para siempre.

No sé si la vida es corta o demasiado larga para nosotros, sólo sé que debemos demostrar nuestro amor a las personas, mientras ellas están por aquí. Es por ello que tenemos que amarlas siempre y no matarlas en vida. Nunca sabemos cuando van a querer partir.

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